¿Qué quiere decir la palabra aceptar?, este término viene del latín aceptare, que significa recibir, tomar o consentir.
Aceptar a Cristo significa recibirle en el corazón, hacerlo participante de nuestra naturaleza, solo así podemos ser llamados Hijos de Dios “Mas a todos los que le recibieron, dioles potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre” Juan 1:12.
Es la obra misma de Cristo que debe aceptarse o recibirse en el corazón como el único medio para ser rescatados y alcanzar vida eterna.
Recibir a Cristo significa mucho más que el solo hecho de conocerle intelectualmente como el Hijo de Dios que vino a salvar al mundo del pecado.
Mucha gente reconoce que existió efectivamente una persona conocida como el Cristo. Lo aceptan como un hombre de buenos principios, pero no aceptan el hecho de que Jesús haya sido el Hijo de Dios engendrado por el Espíritu Santo.
Tristemente entre el pueblo llamado evangélico se encuentra esta clase de personas por cientos, pues muchas llamadas evangélicas no han aceptado a Cristo verdaderamente, simplemente han levantado la mano.
En estos últimos años se llega al colmo que muchos de los llamados cristianos ya no conocen ni siquiera la historia y tampoco les interesa. Han convertido el cristianismo en moderno cristianismo que poco o nada tiene que ver con la obra que el Unigénito Hijo de Dios realizó en la cruz del Calvario.
¿Y qué se puede decir de quienes han aceptado no la obra del crucificado, sino más bien la pintura, el óleo, o la escultura? Y se prueba que han aceptado más bien esa obra de arte, porque al tratar de quitárselas no lo admiten, lo que prueba que han adorado la pintura o escultura.
El llamado cristianismo es un gran movimiento religioso, social y económico, pero vacío de Cristo. Prueba de lo anterior es el constante surgimiento de sectas, cuyo origen está fundamentado en el egoísmo y la avaricia de los líderes religiosos que únicamente han copiado la doctrina de la Iglesia del mundo pero no la han basado en las Sagradas Escrituras.
Jesús el unigénito de Dios
Lo primero es aceptar a Cristo como el Hijo de Dios. Aceptar al Cristo Divino, al Unigénito Hijo de Dios, rechazando al Cristo de la tradición.
La Palabra de Dios nos enseña el origen Divino de Jesucristo, leemos así en Mateo 1:20 “José, hijo de David, no temas de recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado del Espíritu Santo es”.
Elevemos nuestro criterio respecto a Jesús, él no es el Hijo de José, no es simplemente el hombre, no aceptemos simplemente al nacido de varón y mujer, aceptemos al Jesús que fue concebido por la obra directa de Dios, reduciéndose el Verbo en célula física para que se efectuara la vida intrauterina.
Leemos así en el Salmo 22:10 “Sobre ti fue echado desde la matriz, desde el vientre de mi madre tú eres mi Dios”. Esto está perfectamente correlacionado con Lucas 1:35 “Y respondiendo el ángel le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te hará sombra; por lo cual también lo Santo que nacerá, será llamado Hijo de Dios”. Afinando nuestro pensamiento en este sentido valorizaremos en todo lo que vale la bendita persona de Jesús de Nazareth.
Ningún humano podía realizar la obra de redención, así estaba escrito en el Salmo 49:7 “Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate”.
Aceptar a Cristo no es aceptar al pastor porque es mejor que el otro, al sacerdote porque es muy bueno, a tal iglesia porque parece ser superior a las demás. NO, NO ES ASÍ. Aceptar a Cristo es entender la doctrina que quedó plasmada en los santos evangelios, perfecto cumplimiento de lo que anunciaron la ley y los profetas.
Aceptar a Cristo es consentir con los propósitos divinos. Tomar como cosa propia lo que Dios ha propuesto. Y esto que Dios se ha propuesto ha sido realizado por el Hijo del mismo Dios de quién no tenemos nada que tachar; en cierta ocasión, él mismo preguntó ¿Quién de vosotros me redarguye de pecado? Juan 8:46.
No hubo uno que con base verdadera le acusara, todos enmudecían ante el testimonio lleno de luz del adorable Jesús.
Pues es a Él, al intachable al que hemos aceptado como nuestro medio de rescate, como nuestro guía, como único camino que nos lleva a Dios.
¿Habrá alguna razón para que un cristiano se resfríe, retroceda, mengüe en su fé, se aparte del camino santo? No, no existe razón, no hay argumento.
¡Ah!, quiere decir que aceptar a Cristo es consentir definitivamente hasta la muerte con el plan de salvación propuesto por Dios a través de la obra realizada por Cristo.
Esta aseveración la comprobamos con lo escrito por el apóstol Pablo a los Romanos 8:38-39 “Por lo cual estoy cierto que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura nos podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.
Estas son las palabras inspiradas por el Espíritu Santo a través de Pablo, de un siervo, de un verdadero convertido quien aceptó por toda la vida el plan de salvación en Cristo Jesús. Ya hemos entendido que en el plan de salvación el Señor se propuso expiar nuestros pecados, pasarlos por alto, rescatarnos del mundo, llenarnos de sus dones para darnos vida eterna en la manifestación gloriosa de su hijo como dice en Juan 3:17 “Porque no envió Dios a su hijo al mundo para que condene al mundo, mas para que el mundo sea salvo por Él”.
El propósito de Dios es que todos obtengamos salvación, que el mundo salga de la prisión espiritual, que bote para siempre la carga de pecado, que sólo trae desilusión, engaño, muerte. El Señor llama a que le aceptemos no importa la triste condición en que cada uno se encuentre. “Venid a mi, todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar.” Mateo 11:28. Eso es aceptar a Cristo, dejar que Él transforme nuestra vida pecaminosa, llena de incertidumbre, de sentimiento de muerte como los celos, la envidia, el odio a una vida de perdón, de paz, de reconcilio con nuestro Creador, de promesa de vida eterna. Veamos lo que dice el profeta Isaías 1:18 “Venid luego, dirá Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.”
Cristo quiere obrar en nosotros primeramente el perdón de nuestros pecados. Este es el inicio de lo que Cristo quiere obrar en nosotros. PERDÓN, PERDÓN DIVINO. Usted y yo necesitamos de ellos, al aceptar a Cristo estamos aceptando el perdón de nuestros pecados.
Pero para que esto se efectúe debemos confesarlos al mismo Dios. Esto significa que en todo debe haber una co-relación entre el hombre y Cristo, no se trata simplemente que Cristo lo hace todo sin que el hombre ponga de su parte. Si lo primero que el Señor ofrece es perdón, lo primero que el hombre debe ofrecerle es confesión.
Así leemos en 1ª. Juan 1:9 “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad”.
Primero recibimos la Palabra, ella nos guía y nos enseña que tenemos que reconocer que somos pecadores delante de Dios. Todo lo malo que hacemos en el mundo, aunque ofendemos a nuestro prójimo, a quien estamos ofendiendo es a Dios. Así lo entendió el salmista y así nos lo enseñó. Salmo 51:4 “A ti, a ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos: Porque seas reconocido justo en tu palabra, Y tenido por puro en tu juicio.”
La soberbia es el impedimento para que el hombre confiese su maldad ante Dios, el camino para que el pecador pueda hacerlo es humillarse ante Dios y reconocer delante de Él que es pecador y que necesita de su perdón.
La confesión de nuestros pecados no es ante otro pecador igual a nosotros o quizá un poco peor. Ese sistema ha sido inventado en mala hora por la curia romana. No, la confesión que demanda la Palabra de Dios es directamente al Juez Supremo como leemos en Salmo 32:5 “Mi pecado te declaré y no encubrí mi iniquidad, confesaré, dije, contra mí mis rebeliones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado”.
Resumiendo este primer punto estamos entendiendo que para tener un buen principio lo primero es la aceptación de Cristo, es necesario humillarse ante Dios y reconocer, sí, reconocer que somos pecadores, que no tenemos méritos y que necesitamos de su clemencia, como explica el apóstol en Efesios 2:9 “No por obras, para que nadie se gloríe”.
Cuando no hay este principio, cuando la persona no se siente tan pecadora, cree que más bien aquella congregación a la que va a ingresar necesita de ella. Se siente interesante e indispensable y pasa a formar parte de aquella congregación con cierto aire de superioridad. Esta persona no ha entrado por la puerta como recomienda el Hijo de Dios, Él mismo dijo “Yo soy la puerta: el que por mí entrare, será salvo…”. Juan 10:9.
Cristo es la puerta y para entrar por ella debemos entrar humillados, reconociendo que tenemos necesidad de entrar por esa puerta de perdón.
Si no se entra por la puerta, se salta la cerca, y el supuesto cristiano sólo ingresa para formar parte de una congregación, sin ningún fundamento en el evangelio del Señor, y asimismo sin fundamento cuando lo cree conveniente, se retira, y el colmo de su ignorancia espiritual, es argumentar que se ha retirado de una congregación pero no ha dejado a Cristo. La realidad es que no ha conocido al Salvador.
La humildad hace que el hombre se humille delante del Señor, para reconocer que antes de recibir su perdón no somos nada, mas que simples gusanos, como dice Job 25:6: “¿Cuánto menos el hombre que es un gusano, y el hijo del hombre, también gusano? o como dice en Isaías 64:6: “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia..” ¿Qué es entonces usted, qué soy yo?, Antes de conocer el evangelio no somos nada, como dice el Salmo 62:9 que si nos pesan a todos igualmente en la balanza, somos menos que la vanidad.
El segundo paso es, ACEPTARLE COMO EL MEDIO DE RESCATE. Exactamente como nos lo dice en 1ª. Timoteo 2:6 “El cual se dio a sí mismo en precio del rescate por todos, para testimonio en sus tiempos”.
Sabemos que el término RESCATAR significa RECOBRAR PAGANDO, esto fue lo que hizo Jesucristo por usted y por mí, pagar para recobrarnos a favor de Dios.
Fijémonos en esta parte tan importante: para que Dios perdonara, se necesitaba del medio expiatorio o sea la reparación de la culpa por medio de un sacrificio. Y este sacrificio lo realizó el VERBO HECHO CARNE, pagando así lo que nosotros debíamos a la justicia divina.
Por esta razón estaba predicho en Isaías 53:6 “…Más Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Él mismo se dio en precio del rescate de lo que usted y yo deberíamos haber pagado.
Jesucristo dejó a un lado la letra y el rito, y por esta razón, Jesús ni bautizó, ni tampoco escribió algún libro. Ese no era su ministerio, su ministerio era más grande, más sublime, como dice el apóstol Pablo a los Hebreos, más sublime que los cielos Hebreos 7:26. Su ministerio consistía en ofrendarse a su Padre como la víctima sublime y a la vez en bautizar en ESPÍRITU SANTO para que por este medio el hombre se santificara en el renacimiento de una nueva criatura.
Usted recuerda bien quién era Pablo, efectivamente fue el gran apóstol de los gentiles, escritor de 14 epístolas, pero antes de ser apóstol, fue Doctor de la ley, fariseo de fariseos, irreprensible en sus ceremonias, sin embargo para aceptar a Cristo hizo una confesión, “Palabra fiel y digna de ser recibida de todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales YO SOY EL PRIMERO” 1ª. Timoteo 1:15.
El gran doctor en la ley, no obstante su celo en las ceremonias levíticas reconoció que todo ese esplendor de ritos no habían hecho nada efectivo para limpiarle de sus pecados.
De manera que si Pablo sí se reconoció como el último de los pecadores con todo y su celo en la ley, qué será usted y qué seré yo, somos pecadores urgidos de este precioso medio de rescate puesto por el Altísimo.
Aceptemos pero no al Cristo de la tradición, no al Cristo católico y protestante, aceptemos al Cristo que describe la Sagrada Escritura, que es el libro de los siglos, el cual ha permanecido a través de las centurias.
Si Cristo se dio a sí mismo por nosotros como dice Tito 2:14, nosotros al aceptarle debemos darnos a Él, porque nos ha comprado, como dice en 1ª. Corintios 6:20 “Porque comprados sois por precio, glorificad pues a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”.
Aceptar a Cristo desde este punto de vista, es aceptarle como medio de rescate para entregarnos a él como propiedad de él. Ya no nos pertenecemos, no debemos reclamar nada para nosotros, todo lo nuestro es de Cristo y ahora estamos a su servicio. Bendita la hora en que dejamos de pertenecer al mundo para ser ahora de Cristo para siempre, porque dice en Hebreos 9:12, que es una redención eterna, no es temporal, es para siempre, Cristo quiere que seamos de él hoy y siempre.
Después de aceptarle como el medio de rescate, debemos aceptarle como nuestra justificación. Es muy importante que comprendamos lo que significa JUSTIFICAR. Justificar significa presentar al pecador delante de Dios limpio de toda culpa. Por el primer Adán nos constituimos en pecadores insalvables de nuestra pobre condición, pero en el postrer Adán nos constituimos justos por la obra de su obediencia.
Así leemos en Romanos 5:19 “Porque como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos”.
La desobediencia tuvo un feliz resultado, así leemos en Romanos 5:21 “Para que, de la manera que el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro”.
La obediencia perfecta de Cristo estableció la justicia que demandaba el Supremo. Nunca antes, ni los profetas mismos lograron la obediencia que Cristo alcanzó en su vida inmaculada.
Jesucristo vino a cumplir lo que ningún humano podía hacer para establecer en esta forma el don de la justicia. Romanos 5:17. Por supuesto que con esto no queremos decir que ahora no importa que vivamos en pecado que al fin y al cabo Cristo ya cumplió todo por mí.
No, en ninguna manera. Lo que debemos entender es que el mismo padre había dispuesto en la obediencia de Cristo justificarnos. O sea que los méritos de ese cumplimiento serían reconocidos ahora en aquel pecador que reconociera su culpabilidad y aceptara la sangre de Cristo como medio de rescate.
Este sería justificado. Así leemos en Romanos 4:5-8 “Mas al que no obra, pero cree en aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia. Como también David dice ser bienaventurado el hombre al cual Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón al cual Dios no imputó pecado”.
Ni usted ni yo obramos, más bien siendo pecadores fuimos alcanzados por su gracia bendita, no nos exigió ninguna obediencia para alcanzar méritos, simplemente que creyéramos en aquel que había obrado a favor de nosotros. Somos dichosos nosotros porque sin obras hemos sido justificados.
Ha bastado simplemente que nos humillemos ante el Todopoderoso y que con toda sinceridad reconozcamos que somos pecadores necesitados de ese medio de rescate que es la sangre purísima del Verbo hecho carne.
Entendamos esta parte tan importante, la obra de Cristo no se queda a medias, Él quiere perfeccionar al hombre delante de su Padre. El apóstol Pablo dice en Colosenses 1:28 “…para que presentemos a todo hombre perfecto en Cristo Jesús”. Nadie puede presentarse delante del Padre si no es por medio de Cristo, Él es el único camino, el único medio, porque él es nuestra justificación.
Sin Cristo somos abominables delante del Padre, porque solos no tenemos méritos para decirle Abba Padre, pero en Cristo Jesús hemos recibido el espíritu de adopción como dice en Romanos 8:15 “Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para estar otra vez en temor; más habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos, Abba, Padre”.
Cristo todo lo cumplió por usted y por mí. Esta convicción debemos tener muy arraigada en nuestro corazón, puesto que si no fuese por ello ningún humano podía presentarse delante del Todopoderoso. Cristo es nuestra justicia. Este es el mayor axioma que puede establecerse en la Palabra de Dios. Así leemos en 1ª. Corintios 1:30-31 “Mas de él sois vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha hecho por Dios: sabiduría y justificación, y santificación, y redención: Para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor”.
Así que si ahora asistimos a la Casa de Oración, guardamos sus mandamientos, cumplimos su Palabra, no es de forma teórica, sino porque vivimos en El y por El. Concluimos diciendo con el apóstol Pablo “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya no, mas vive Cristo en mi: y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a si mismo por mi.” Gálatas 2:20.